Hace bastante tiempo hablé en este mismo blog
de una serie de características innatas que nos hacen ser distintos a cualquier
especie. Pues hay una de ellas que es culpable de nuestra incansable búsqueda de
la felicidad.
Hay una parte de nosotros que jamás se
conforma con nada. Que siempre, independientemente del status que tengas, te
hará compararte con los que están mejor que tú. Que te hará mirar con envidia los
logros de los que te rodean.
Es esa “envidia” de la que escribía en otro
post, la que ha servido de motor de nuestra evolución.
Quien sea (Dios, los hombrecitos verdes, la
evolución…) nos grabó esta directiva para que fuéramos una especie sin límites
y para que mejorásemos sin descanso…pero esto tiene su lado oscuro.
Emocionalmente, el que siempre estemos
buscando una perfección irreal que nunca llegará, nos pasa factura. Siempre detrás de un mejor trabajo, de tener más
dinero, una mejor casa, una relación más perfecta…siempre con esa sensación que
nos falta algo.
Y llegaremos al final de nuestros días con la
sensación de no haber aprovechado la vida todo lo que deberíamos.
Al final, condenados a disfrutar de la
felicidad solo por momentos.
Condenados a nunca tener bastante.
Condenados a ser infelices.